miércoles, 16 de marzo de 2016

“BROOKLYN”. PEQUEÑO BAILE IRLANDÉS

En una época en la que el cine magnifica el concepto de trascendencia en el tono de sus relatos es un placer poder encontrar una película pequeña, sencilla y honesta, que no pretenda ser más de lo que cuenta su argumento. Basada en la novela homónima de Colm Tóibín, y adaptada por el también novelista Nick Hornby, “Brooklyn” es una pequeña historia, cargada de nostalgia y que homenajea el trabajo de aquellas mujeres que rompieron con las tradiciones familiares y se aventuraron a buscar una nueva vida en un país extraño.
Ambientada a mediados del siglo XX, la cinta nos sitúa en una Irlanda marcada por la pobreza, donde las mujeres se veían obligadas a escoger entre una vida en casa o desempeñando pequeños trabajos poco remunerados (como dependienta, maestra u oficinista), y siempre cuidando de su marido o de su anciana madre (rol generalmente reservado para la hija menor). La protagonista, Eilis, es una joven inteligente y responsable, pero también muy introvertida e inexperta en la vida. La imposibilidad de encontrar un trabajo y la perspectiva de iniciar una nueva vida en Estados Unidos la llevan a emigrar, dejando atrás a su hermana mayor y su madre. Una vez llegada al Nuevo Mundo, la vida no es tan sencilla como se imaginaba y la añoranza del hogar pesa en el ánimo de nuestra heroína. El descubrimiento del primer amor y los ecos de su país natal marcarán la disyuntiva emocional de la película. Se trata también de una película acerca de la transición de la adolescencia a la madurez donde esta evolución también define psicológicamente al personaje.
Con tan sólo tres personajes masculinos de relevancia (el padre Flood, interpretado por Jim Broadbent; Tony Fiorello, encarnado por Emory Cohen; y Jim Farrell, al que da vida Domhnall Gleeson) y, como excepción, todos ellos con un rol positivo en la vida de la protagonista, ésta es ante todo una película de y sobre mujeres, sobre la propia labor femenina a la hora de trasmitir y mantener las estructuras tradicionales patriarcales, así como un sentido de la moralidad que coarta su propia libertad. Eilis se debate psicológicamente entre ese nuevo mundo, libre de mucha de las ataduras con las que fue educada, y el sentimiento de culpa al que se ha visto sometida con el chantaje sentimental de su madre y otras personas de su entorno natal.
Existe en la película también un discurso a favor de una mayor integración de diferentes comunidades y procedencias. Ambientada en una época previa al inicio de la globalización, la protagonista ha vivido encapsulada en su propia comunidad y su viaje a Estados Unidos inicialmente mantiene esa misma dinámica. Vive en una casa de huéspedes para jóvenes de procedencia irlandesa, se relaciona con feligreses de la parroquia del padre Flood. Es la aparición de Tony lo que rompe las barreras que delimitaban el mundo de Eilis, aunque ello suponga una doble resistencia cultural. No sólo provienen de tradiciones diferentes, sino que también hay entre ellos una diferencia educativa (Eilis es una joven inteligente que está estudiando para ser contable, Tony carece de formación y se dedica a la fontanería junto con su familia). A pesar de esto, la forma de ser sencilla y afable de ambos y su curiosidad por las culturas que están fuera de su entorno sirven de lazo sentimental entre ambos.
El guion de Hornby evita los subrayados o el melodramatismo. Se trata de una cinta emotiva y, en momentos, dolorosa, pero nunca se regodea en los aspectos más crudos ni evoca la lágrima fácil en el espectador. El tono del libreto es amable y cercano, como la propia Eilis. Se podría haber profundizado más en aspectos sociales y la dureza de la vida de aquellos emigrantes, sin embargo, la historia prefiere optar por otro camino, menos morboso y más cordial. Lo mismo podemos decir de la puesta en escena del director John Crowley, quien evita los artificios narrativos y la planificación barroca, en favor de un enfoque discreto y eficaz, emotivo, pero no edulcorado. Esta naturalidad con la que se retrata la historia y el contexto histórico a priori puede ser trivial, sin embargo, a pesar de su llaneza, la cinta sabe introducir importantes cargas de profundidad en la narración sin por ello perder su tono cándido y accesible. Esa sensación placentera y sosegada queda también plasmada a través de la música de Michael Brook. Se trata de una partitura melódica y suave, de belleza discreta, agradable al oído, pero sin sobresalir ni buscar protagonismo dentro de la historia. Para esta composición, Brook se dejó influenciar por cierto toque de música celta, al mismo tiempo que para la estancia de Eilis en Estados Unidos, bebió de la fuente de la Americana, obteniendo así con la música parte de esa mezcla de tradiciones que promulga la película y que instrumentalmente queda reflejado en el protagonismo del piano y las cuerdas.
Habrá quien vea en esta cinta algo insubstancial y olvidable, pero precisamente, para los que intenten evitar esas ínfulas de trascendencia de los cineastas modernos, aquí pueden descubrir una obra en absoluto pretenciosa, sin por ello caer en la banalidad.   

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