En una época en la que el cine
magnifica el concepto de trascendencia en el tono de sus relatos es un placer
poder encontrar una película pequeña, sencilla y honesta, que no pretenda ser
más de lo que cuenta su argumento. Basada en la novela homónima de Colm Tóibín,
y adaptada por el también novelista Nick Hornby, “Brooklyn” es una pequeña historia,
cargada de nostalgia y que homenajea el trabajo de aquellas mujeres que
rompieron con las tradiciones familiares y se aventuraron a buscar una nueva
vida en un país extraño.
Ambientada a mediados del siglo XX,
la cinta nos sitúa en una Irlanda marcada por la pobreza, donde las mujeres se
veían obligadas a escoger entre una vida en casa o desempeñando pequeños
trabajos poco remunerados (como dependienta, maestra u oficinista), y siempre
cuidando de su marido o de su anciana madre (rol generalmente reservado para la
hija menor). La protagonista, Eilis, es una joven inteligente y responsable,
pero también muy introvertida e inexperta en la vida. La imposibilidad de
encontrar un trabajo y la perspectiva de iniciar una nueva vida en Estados
Unidos la llevan a emigrar, dejando atrás a su hermana mayor y su madre. Una
vez llegada al Nuevo Mundo, la vida no es tan sencilla como se imaginaba y la
añoranza del hogar pesa en el ánimo de nuestra heroína. El descubrimiento del
primer amor y los ecos de su país natal marcarán la disyuntiva emocional de la
película. Se trata también de una película acerca de la transición de la
adolescencia a la madurez donde esta evolución también define psicológicamente al
personaje.
Con tan sólo tres personajes
masculinos de relevancia (el padre Flood, interpretado por Jim Broadbent; Tony
Fiorello, encarnado por Emory Cohen; y Jim Farrell, al que da vida Domhnall
Gleeson) y, como excepción, todos ellos con un rol positivo en la vida de la
protagonista, ésta es ante todo una película de y sobre mujeres, sobre la
propia labor femenina a la hora de trasmitir y mantener las estructuras
tradicionales patriarcales, así como un sentido de la moralidad que coarta su
propia libertad. Eilis se debate psicológicamente entre
ese nuevo mundo, libre de mucha de las ataduras con las que fue educada, y el
sentimiento de culpa al que se ha visto sometida con el chantaje sentimental de
su madre y otras personas de su entorno natal.
Existe en la película también un
discurso a favor de una mayor integración de diferentes comunidades y
procedencias. Ambientada en una época previa al inicio de la globalización, la
protagonista ha vivido encapsulada en su propia comunidad y su viaje a Estados
Unidos inicialmente mantiene esa misma dinámica. Vive en una casa de huéspedes
para jóvenes de procedencia irlandesa, se relaciona con feligreses de la
parroquia del padre Flood. Es la aparición de Tony lo que rompe las barreras
que delimitaban el mundo de Eilis, aunque ello suponga una doble resistencia
cultural. No sólo provienen de tradiciones diferentes, sino que también hay
entre ellos una diferencia educativa (Eilis es una joven inteligente que está
estudiando para ser contable, Tony carece de formación y se dedica a la
fontanería junto con su familia). A pesar de esto, la forma de ser sencilla y
afable de ambos y su curiosidad por las culturas que están fuera de su entorno
sirven de lazo sentimental entre ambos.
El guion de Hornby evita los
subrayados o el melodramatismo. Se trata de una cinta emotiva y, en momentos,
dolorosa, pero nunca se regodea en los aspectos más crudos ni evoca la lágrima
fácil en el espectador. El tono del libreto es amable y cercano, como la propia
Eilis. Se podría haber profundizado más en aspectos sociales y la dureza de la
vida de aquellos emigrantes, sin embargo, la historia prefiere optar por otro
camino, menos morboso y más cordial. Lo mismo podemos decir de la puesta en
escena del director John Crowley, quien evita los artificios narrativos y la
planificación barroca, en favor de un enfoque discreto y eficaz, emotivo, pero
no edulcorado. Esta naturalidad con la que se retrata la historia y el contexto
histórico a priori puede ser trivial, sin embargo, a pesar de su llaneza, la
cinta sabe introducir importantes cargas de profundidad en la narración sin por
ello perder su tono cándido y accesible. Esa sensación placentera y sosegada
queda también plasmada a través de la música de Michael Brook. Se trata de una
partitura melódica y suave, de belleza discreta, agradable al oído, pero sin
sobresalir ni buscar protagonismo dentro de la historia. Para esta composición,
Brook se dejó influenciar por cierto toque de música celta, al mismo tiempo que
para la estancia de Eilis en Estados Unidos, bebió de la fuente de la
Americana, obteniendo así con la música parte de esa mezcla de tradiciones que
promulga la película y que instrumentalmente queda reflejado en el protagonismo
del piano y las cuerdas.
Habrá quien vea en esta cinta algo insubstancial
y olvidable, pero precisamente, para los que intenten evitar esas ínfulas de
trascendencia de los cineastas modernos, aquí pueden descubrir una obra en
absoluto pretenciosa, sin por ello caer en la banalidad.
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