Las películas de David O. Russell
ofrecen una visión distorsionada de la realidad. Ya estén inspiradas en hechos
reales (“The Fighter”, “La Gran Estafa Americana” o “Joy”) o narren historias
ficticias (“Tres Reyes”, “Extrañas Coincidencias”, “El Lado Bueno de las
Cosas”). Si bien sus tramas suelen lidiar con situaciones altamente dramáticas
y emotivas, el punto de vista del director las distorsiona y las dirige más
hacia el terreno de la comedia y lo grotesco. Todo ello suele venir acompañado
por un estilo visual ostentoso y artificial que distancia al espectador de
empatizar con los personajes y sus circunstancias. Todo esto conforma una
apuesta complicada, pero que con el tiempo se ha ido asentando como un sello de
autor. En su último trabajo, “Joy”, Russell enfatiza aún más incluso estos
rasgos, construyendo su biopic sobre la vida de Joy Mangano a modo de culebrón
televisivo, con sus relaciones tempestuosas, traiciones familiares, alianzas
inesperadas y giros dramáticos de intensidad desproporcionada.
La película arranca precisamente con
una recreación de uno de estos melodramas televisivos y marca desde el primer
momento el tono que el director quiere inocular a su historia. Cuando su
realidad se derrumba, la madre de la protagonista se refugia en este mundo de
ficción, con el que la propia Joy crece también. Este juego intertextual se
mantendrá a lo largo de todo el metraje generándose ecos entre los obstáculos
que nuestra heroína va encontrando en su camino, con los giros de trama que la
telenovela va generando para mantener la atención de los espectadores. De esta
manera, el cineasta, más que jugar con los esquemas de las películas
biográficas, las subvierte, desvelando sus raíces genéricas y, de manera
irreverente, vinculando un tipo de cine con prestigio crítico (al fin y al cabo
los biopics suelen ser material de premio, como lo es la propia “Joy”) con uno
de los formatos más repudiados de narración televisiva. A esto hay que añadir
otro juego metafictivo dentro de la propia película, el formato de los
programas de teletienda. Russell desvela también el carácter artificioso y hortera
con el que se potenciaba el consumismo para convencer al espectador de lo
perfecta y lujosa podía ser su vida con esos artículos, generando así mismo
otro constructo de ficción del que bebe la trama principal.
Con esta base establecida, David O.
Russell se da carta blanca a sí mismo para desarrollar los juegos narrativos
que tanto le gustan. La cámara desempeña un papel protagonista, con una planificación
elaborada y ostentosa, jugando con el montaje y la música (un rasgo heredado de
Martin Scorsese y compartido por otros directores coetáneos como Quentin
Tarantino). Aquí una vez más la línea divisoria entre realismo y artificio se
vuelve difusa. El tono visual marcado por la dirección de fotografía y el
diseño de producción distorsiona la verosimilitud de la trama, de la misma
manera que la dirección de actores (especialmente espléndidos secundarios como
Robert De Niro, Virginia Madsen o Isabella Rossellini) aportan un matiz
caricaturesco a los personajes. Sólo la protagonista queda liberada de esta
descripción grotesca y tragicómica, marcando así una distancia entre su lucha y
la rémora que suponen estos personajes para lograr sus sueños. Jennifer
Lawrence lleva a cabo aquí una interpretación esforzada y compleja, con un
personaje fuerte y emprendedor, pero que debe atravesar diferentes procesos de
maduración a lo largo del metraje.
Desgraciadamente, una ventaja que
tiene el culebrón televisivo sobre el biopic cinematográfico es su dilatación
en el tiempo. Mientras que en la pequeña pantalla se cuenta con infinidad de
capítulos para poder trabajar con los personajes y establecer cambios y
fluctuaciones en sus relaciones, el cine debe acomodarse a una duración
determinada, en el caso de “Joy” poco más de dos horas. Russell tiene que echar
mano de las elipsis temporales para abarcar un amplio periodo de tiempo, dando
una sensación de precipitación en el desarrollo dramático de los personajes (saliendo algunos mal parados como el Neil Walker interpretado por Bradley Cooper, que es visto y no visto), y
finalmente se ve limitado a una porción determinada de la vida de la
protagonista, su lucha por alcanzar el éxito. “Joy” se convierte así en una
película de superación personal frente a las adversidades familiares y
socioeconómicas, pero cierra el telón justo cuando la vida de la protagonista
alcanza verdadero interés. Probablemente en Estados Unidos, donde la figura de
Joy Mangano es extraordinariamente popular y su presencia en televisión se
prolongó durante décadas, esta etapa de éxito sea largamente conocida, sin
embargo, para el resto de los espectadores, lo que Russell nos cuenta no pasa
de ser el primer tercio de una historia mayor.
Con esta nueva película, David O.
Russell se mantiene como un cineasta peculiar y de lenguaje propio, con una
mirada distintiva y arriesgada, con una capacidad para dirigir actores que
sigue marcando uno de los principales atractivos de su cine; sin embargo, “Joy”
queda lejos de ser uno de sus trabajos más celebrados. Su capacidad para jugar
con diferentes estratos textuales dota de un atractivo especial a la película,
pero éste no puede medirse con títulos más notables como “The Fighter” o “El
Lado Bueno de las Cosas”.
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