La principal diferencia entre un artista y un artesano en el cine está en que mientras este último emplea los recursos narrativos del cine para encontrar la mejor manera de narrar una historia, el primero echa mano de su creatividad para encontrar un lenguaje propio y novedoso. Ambas posturas tienen sus virtudes y defectos y muestra de eso lo podemos encontrar precisamente en la película que aquí nos ocupa, “Birdman (o la Inesperada Virtud de la Ignorancia)”.
La cinta nos presenta una historia donde se indaga en la bifurcación entre el arte popular y el arte culto, es decir, aquel apoyado y defendido por la mayoría y considerado generalmente como vulgar o el destinado a una minoría elitista e intelectual, recelosa de ver invadido su espacio privado. La bisagra entre estos dos mundos es Riggan Thomson, un actor, otrora perteneciente al primer grupo, una estrella de cine recordada por su papel en una franquicia comercial, que decide buscar su redención artística como intérprete escenificando una obra de Raymond Carver en el exquisito entorno teatral de Broadway. En ese mundo de apariencias, excentricidades artísticas y frustraciones psicológicas, nuestro héroe se debate entre el éxito fácil de la popularidad (ya sea por la sombra de su fama hollywoodiense pretérita como por los cantos de sirena de los realities televisivos o las redes sociales) o el desdén del prestigio interpretativo como carnet de socio de un club exclusivo y snob. Al mismo tiempo hay un continuo enfrentamiento entre el naturalismo del conjunto con lo artificioso de determinadas situaciones, del realismo sucio de la puesta en escena con lo fantasioso del mundo interior del Hombre Pájaro.
La cinta saca partido de los ecos que este papel pueda tener en la carrera de su actor protagonista, Michael Keaton, quien alcanzará su momento de mayor fama gracias a su papel de Batman en las dos entregas del héroe del cómic dirigidas por Tim Burton en 1989 y 1992. Tras eso su carrera fue naufragando en papeles y películas cada vez más insulsas y de menor caché, no levantando cabeza ni tras ser rescatado por Quentin Tarantino en “Jackie Brown” en 1997. Al igual que para Riggan el estreno de la obra de Carver, para Keaton “Birdman” se ha convertido en la última oportunidad para demostrar su calidad como actor y probar que cuenta con mimbres dramáticos hasta ahora inexplorados en su filmografía. El actor, sin duda, ofrece aquí la mejor interpretación de su carrera, no sólo parodiándose a sí mismo, sino manteniendo una ajustado equilibrio en los aspectos humorísticos y dramáticos de su personaje. Desde la perspectiva de Riggan, el espectador es consciente del sinsentido de todo ese mundo hipócrita, pero también comparte la desesperación y la ansiedad de un personaje que siente que ha fracasado en todos los aspectos de su vida.
También podemos encontrar ecos biográficos en el personaje de Mike Shiner, interpretado por Edward Norton. Al igual que su encarnación ficticia, Norton es un actor que cuenta con un gran prestigio como intérprete, pero cuya difícil personalidad siempre le ha generado roces y enfrentamientos con aquellos con los que ha trabajado. Actor del método, en la pantalla interpreta a una estrella de los escenarios que necesita meterse en la piel de su personaje para poderlo interpretar, ya sea emborrachándose cuando éste tiene que beber o teniendo una erección cuando practica el sexo, con la particularidad de que él particularmente luego es incapaz de hacer estas cosas en el mundo real, necesitando por lo tanto del escenario para llevar una vida cotidiana.
El duelo interpretativo entre Keaton y Norton marca algunos de los momentos más destacados de la película, retroalimentándose el uno del otro, así como de la rivalidad de sus personajes en la pantalla. Esta dinámica acaba monopolizando la película, restando protagonismo al resto de los personajes. En algunos casos, como es la presencia de Emma Stone, se consigue dar una cierta impresión de cierre al arco argumental del personaje, en otros, como los papeles de Naomi Watts o Zach Galifianakis, estos quedan abiertos e incompletos. Aún así, hay un esfuerzo por ofrecer diferentes facetas de cada uno de ellos, evitando caer en la mera caricatura. Esto último sólo sucede con uno de los personajes, la crítica teatral interpretada por Lindsay Duncan, el papel más plano de la película, a pesar de la siempre fuerte personalidad de la actriz en pantalla.
Alejandro González Iñárritu prescinde de una puesta en escena tradicional y se arriesga con una narrativa construida a partir de extensos planos secuencia encadenados uno detrás del otro, con el fin de dar la impresión de que nos encontramos ante una única e imposible toma, de la misma manera que hiciera Hitchcock en 1948 con “La Soga”. Curiosamente, ambas películas tienen mucho de teatral, aunque Iñárritu se atreve con planos mucho más complicados y extensos, con exteriores e intrincados movimientos de cámara. Las ventajas del cine digital le abren al director una mayor libertad para desenvolverse con soltura por las localizaciones, aunque esto no resta dificultad a la ejecución, como tampoco simplifica la soberbia labor de fotografía realizada por Emmanuel Lubezki. Secuencias como el paseo en ropa interior del protagonista por las calles de Nueva York o momentos más intimistas como las escenas de Rigaan y Mike en el bar demuestran el gran talento narrativo del director y la asombrosa versatilidad del director de fotografía.
Lo calculado de cada encuadre, cada movimiento de cámara, de la duración de cada plano secuencia contrasta con la naturalidad de los actores que se meten tanto en sus personajes que parecen estar improvisando sus palabras y gestos. En esto tiene también mucho que ver la música del percusionista Antonio Sánchez, quien con el ritmo de su batería hace fluir la imagen y el trabajo de los actores con una apabullante sensación de inmediatez y frescura. Nos podemos preguntar si realmente era necesario filmar la película de esa manera o si la decisión responde al snobismo de un director impregnado por el artificio artístico de sus personajes. Es cierto que la concepción visual de la historia en planos secuencias no responde a ninguna necesidad narrativa, sin embargo, Iñárritu consigue que cada uno de ellos esté lleno de significado y que no se quede todo en boutade de autor.
“Birdman (o la Inesperada Virtud de la Ignorancia)” pone al espectador contra las cuerdas y le obliga a posicionarse con respecto a lo que está viendo. Es difícil quedar indiferente ante las imágenes de Iñárritu, quien prefiere espantar a la audiencia con su pretenciosidad a que ésta salga de la sala cómplice de su paquete de palomitas.
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