Desde que a mediados del siglo XX la revista Cahiers du Cinema estableciera el concepto de autor en el cine, mucho ha evolucionado (y se ha tergiversado) este término. A un nivel básico, entendemos como “autor” a aquel creador cuya visión y creatividad define la identidad de la película, por encima de las presiones del estudio o los caprichos de las estrellas, generando un corpus artístico marcado y reconocible. Con el tiempo, se ha designado como autores a aquellos cineastas que trabajan fuera de la industria, con independencia de cualquier injerencia externa y libres de los patrones de género. La otra cara de la moneda es el artesano, es decir, aquellos directores que no buscan establecer un discurso propio, sino que prestan su habilidad a las necesidades de la producción, ajustándose a los parámetros marcados por el estudio y construyendo vehículos de lucimiento para sus estrellas. Un artesano no busca innovar, sino que su eficacia reside en la destreza con la que conjuga el lenguaje cinematográfico para ofrecer un producto al gusto del público. Sin embargo estas etiquetas no son conceptos estancos, existen grados de autoría y artesanía y estos se pueden dar incluso dentro de la trayectoria de un mismo cineasta. Basta con comparar por ejemplo al Martin Scorsese de “Uno de los Nuestros” y el de “Infiltrados”, el primero es rupturista, crea un nuevo lenguaje y establece un universo particular y distintivo, mientras que el segundo aporta toda su experiencia para contar una historia de género, magníficamente elaborada, pero que no pretende ir más allá de los patrones preestablecidos. Al punto donde es difícil distinguir lo que es industria y lo que es autoría se le ha dado a llamar “autoría vulgar”, o lo que podríamos denominar también como cine comercial que avala sus aspiraciones de prestigio con la firma de su director.En este grupo de vulgar auteurs entran cineastas con un discurso propio e identificable como Tony Scott, John McTiernan, Richard Donner, Bryan Singer o Michael Bay. Si hay algo que ha definido a la mayor parte de las superproducciones que nos han llegado este verano a las carteleras es precisamente ese doble rasero. Por un lado como producciones estivales, buscan romper la taquilla y atraer al público, empleando recursos como tratamiento de género, grandes efectos especiales o las estrellas que lideran el reparto; pero al mismo tiempo se pretende dar una patina de distinción, depositando la responsabilidad del producto final en manos de cineastas de impronta personal que hacen suya la propuesta inicial y la asimilan a su universo particular.
“EL GRAN GATSBY”. NUNCA HABÍA VISTO UNAS CAMISAS TAN BONITAS.
Inicialmente, “El Gran Gatsby” era una de las grandes apuestas de la Warner para la temporada de premios y, sin embargo, a última hora prefirieron cambiar la fecha de estreno y retrasarla hasta el verano, donde debía competir con los grandes blockbusters. Sin duda, la novela de Scott Fitzgerlad es uno de los grandes clásicos de la literatura estadounidense, sus personajes son iconos culturales en ese país y la adaptación contaba con la firma de un Baz Luhrmann que regresaba al terreno de “Moulin Rouge” (de momento la única de sus películas con la que el cineasta ha entrado en las categorías principales de los Oscars). Pese a esto, esta decisión del estudio deja clara cuál es la verdadera naturaleza de esta adaptación, sobre todo cuando vemos que la cinta ha pasado a ser una de las más rentables de esta temporada (con un presupuesto de 105 millones de dólares, ha recaudado 144 millones sólo en Estados Unidos USA y 331 millones a nivel mundial). A su favor ha contado con el tirón de un actor como Leonardo DiCaprio, ahora mismo una de las más estrellas más reputadas de Hollywood, y una puesta en escena y producción musical que apuntaban precisamente a un regreso de Luhrmann al estilo de su mayor éxito de crítica y comercial, al mismo tiempo que intentaba pasar un tupido velo sobre el fracaso de su anterior trabajo, “Australia”.
Luhrmann no es un director discreto. Su puesta en escena busca la grandiosidad y el espectáculo, el exceso y la frivolidad. Su visión de los locos años 20 es hiperbólica, tanto que excede los límites de lo físico y recurre a los digital para poder existir. Para representar el mundo de Gatsby, el cineasta necesita que su cámara revolotee por todo el escenario con total libertad, al mismo tiempo que satura el plano con más elementos de los que puede apreciar el ojo humano. Para ello prácticamente prescinde de los decorados reales y compone su propio espacio a través de imágenes generadas por ordenador, tan artificial como el propio personaje de Gatsby, pero también igual de seductor y atractivo. Eso le da un control demiúrgico de la narrativa, donde todo está situado exactamente donde él quiere y se mueve como él quiere, como un collage viviente. La música se integra perfectamente con la imagen y el montaje, impulsando aún más esa explosión de elementos hacia el espectador, que recibe toda esa información como un chute de adrenalina. Sin embargo, lo que resulta perfecto para las partes superficiales y lúdicas de la historia, se desmorona a la hora de profundizar en los personajes y darles un mayor peso dramático y psicológico.
Los aspavientos de Luhrmann consiguen captar la atención del espectador, pero resultan huecos cuando se trata de abordar la verdadera complejidad de la historia. Pese a los esfuerzos del reparto, los personajes no superan su capa de ingenuidad. Eso puede ser válido para el papel de Gatsby, que al fin y al cabo es un constructo atrapado en su propia fantasía (algo que DiCaprio ha sabido representar muy bien), pero a excepción del papel de Tom Buchanan (magnífico Joel Edgerton), el resto de los roles principales no consiguen trascender su fachada inicial. Por otro lado, el director centra tanto su mirada en la relación ambigua entre Gatsby y Carraway (un a veces ajustado y otras repelente Tobey Maguire) que resta demasiado peso a la relación de amor entre el primero y Daisy. Es precisamente este personaje femenino el que sale más perjudicado en la película y con ella su intérprete, Carey Mulligan. Pese a las muchas virtudes de la actriz, el rol de Daisy es uno de los más complejos de la novela y clave para poder entender el tercer acto de la historia. De ahí que cuando Luhrmann fracasa a la hora de ahondar en la historia de amor, su película se derrumba irremediablemente en su tercio final. Como las camisas de Gatsby, la película es un esplendoroso escaparate, un desfile de colores, movimientos y diseño, pero la percha que hay debajo del artificio carece de auténtica emoción.
“EL HOMBRE DE ACERO”. REINVENTANDO A SUPERMAN
A la hora de hablar de autoría, una de las películas más esperadas del verano nos presentaba una paternidad bicéfala. Para el resurgir del personaje Superman, se recurrió por un lado a Christopher Nolan, quien previamente con su trilogía de “El Caballero Oscuro” había lograda sacar al personaje de Batman de las tinieblas donde lo había enterrado Joel Schumacher; y, por otro, a Zack Snyder, quien con trabajos como “300” o “Watchmen” había demostrado una gran habilidad a la hora de salir bien parado de adaptaciones imposibles de novelas gráficas de culto. Se trataba de dos cineastas de diferente carácter. Mientras Nolan es de una corriente más intelectual, preocupado por los mimbres internos de sus personajes y su conexión con un entorno realista, Snyder es un director cinético, un esteta de la imagen, más interesado en las pulsiones rítmicas de la acción, el barroquismo del plano y el potencial de la fantasía. A su vez ambos tenían un doble reto en su actualización de la figura del hombre de acero, en primer lugar superar el legado inevitable del “Superman” de Richard Donner, evitando el fetichismo nostálgico que truncó la versión de Bryan Singer, y, en segundo lugar, ofrecer una cinta que aunara acción desmedida con reflexión acerca de la figura del héroe, de acuerdo al canon de las últimas adaptaciones de personajes del comic.
Lo primero que llama la atención es que, pese a esa voluntad de alejarse del modelo de Donner, argumentalmente la película fusione precisamente las dos entregas en las que estuvo involucrado este cineasta (“Superman” y “Superman II”). La cinta comienza con la destrucción de Krypton, pasa a los orígenes de Kal El en La Tierra y luego salta al enfrentamiento con el General Zod. Eso sí, la cinta rompe con la puesta en escena clasicista de las versiones de 1978 y 2006 y apuesta por una narrativa hiperrealista, jugando con la cámara en mano y los planos cortos, para dar una estética más documental sobre todo a las secuencias de acción. Donde mejor podemos encontrar la impronta habitual de Zack Snyder es en el bloque que se desarrolla en Krypton. Ahí el cineasta puede hacer despegar con más libertad el componente fantástico de la historia, integrando a los actores, los efectos digitales y el diseño de producción en una línea similar a lo ofrecido en trabajos anteriores suyos como “Sucker Punch”. Por otro lado, los flashbacks a la infancia, adolescencia y madurez del héroe hasta que se pone el traje por primera vez se apoyan más en los recursos psicológicos del cine de Nolan. Finalmente, ambas personalidades se fusionan en el extenso enfrentamiento con las hordas de Zod, donde el gusto por la saturación de componentes en pantalla de Snyder se une a la preferencia del productor por el ritmo y la inmediatez de la acción en detrimento de una mayor claridad compositiva.
Desgraciadamente, si bien no podemos negarle al resultado como blockbuster veraniego un alto valor, lo cierto es que la película como revitalizadora de la mitología de Superman nos parece un producto irregular que no acaba de encontrar el tono adecuado y que ofrece una interpretación errada del personaje principal. Con el fin de no repetir la misma estructura que Donner, Snyder rompe la linealidad narrativa para insertar los años de formación de Kal El en La Tierra a modo de flashbacks en el metraje. Esto rompe la progresión del personaje y provoca que el bloque de Smallville y, en concreto, la figura de Jonathan Kent pierdan efectividad dramática (frente al papel de Jor El, que, en nuestra opinión, pasa a tener excesivo protagonismo, en especial en el tercer acto final, con esa presencia a modo de fantasma de Hamlet). Por otro lado, ese peso heredado de Nolan sobre el conflicto interno del personaje, no sólo resta un factor muy necesario como es el humor a la película, sino que además nos presenta a un Superman traumatizado y depresivo. Es verdad que gracias a los efectos especiales por fin vemos a un hombre de acero en plenas capacidades superheroicas como nunca antes se había hecho en la gran pantalla, pero se sacrifica por el camino su espíritu luminoso y optimista. A esto hay que sumar una insulsa, hueca partitura musical de Hans Zimmer, que no aporta nada a la película e incluso llega a estorbar en ocasiones. Como decimos, “El Hombre de Acero” puede ser un excelente blockbuster veraniego, pero se queda muy corta a la hora de “vestir” una nueva encarnación cinematográfica de Superman.
“AFTER EARTH”. LA TEORÍA DEL MIEDO
El género fantástico no sólo ofrece características idóneas para el cine comercial (llamativos diseños de producción, apoteósicos efectos especiales), sino que además es una excusa perfecta para poder reflexionar sobre elementos cotidianos y realistas desde una perspectiva metafórica. Eso es algo que los mejores autores del género han sabido emplear. Tiempo atrás, M. Night Shyamalan fue uno de esos autores. Con sus películas de fantasmas, superhéroes, invasiones extraterrestres y personajes de cuentos de hadas se las apañaba para tratar otros temas como la falta de comunicación, las relaciones familiares disfuncionales o el concepto del miedo en una sociedad post-11S. Eso lo aunaba a una mimada puesta en escena, donde cada plano, cada movimiento de cámara estaba pensado y planificado para aportar información al espectador acerca de ese trasfondo emocional y psicológico de los personajes. Es cierto que el peso del mensaje de la película muchas veces se imponía a las necesidades de la historia, y títulos como “La Joven del Agua” o “El Incidente” dejaron en evidencia las carencias cada vez más apremiantes de un cineasta que perdía el favor del público a marchas forzadas. Desde entonces, Shyamalan ha intentado reconducir su carrera, aunque en el proceso ha tenido que plegarse a las exigencias de esa industria contra la que él postulaba. Con sus dos últimos trabajos, “Airbender. El Último Guerrero” y “After Earth”, el director ha aceptado proyectos de encargo, alejados de su universo particular y que incluso suponen una inversión de sus propuestas. Hasta hace pocos años, el cine de Shyamalan se caracterizaba por ambientarse en un entorno realista, donde el conflicto surgía al insertar un componente fantástico que rompía el estatus quo y evidenciaba las carencias afectivas de los protagonistas. Ahora sus películas han pasado a ser títulos abiertamente fantásticos, donde el cineasta se esfuerza por subrayar aquellos elementos emocionales que puedan acercar ese universo quimérico al espectador.
El argumento de “After Earth” no surgió de la imaginación de M. Night Shyamalan, sino de la de Will Smith, y tampoco se encargó de escribir el guion, que ha sido responsabilidad de Gary Whitta, convirtiéndose en la primera ocasión en que el cineasta aceptaba una trabajo con libreto ajeno. Esto no quita para que Shyamalan no hiciera algunos pequeños retoques para poder insertar la trama dentro de sus temas recurrentes. Concretamente, nos encontramos con el concepto del miedo como piedra angular de la historia. El proceso de maduración del protagonista pasa por aprender a controlar sus temores para poder sobrevivir en un ambiente hostil. Shyamalan construye toda una estructura social basada precisamente en el control emocional. Como contrapartida, tenemos un mundo futuro donde se ha erradicado cualquier comunicación afectiva, no sólo el miedo, sino también la expresión del dolor, el afecto o el amor. Esto conduce al otro tema clave en la filmografía del cineasta, las relaciones familiares disfuncionales. Un acontecimiento traumático anterior genera un bloqueo emocional entre los dos protagonistas, especialmente de Cypher Raige (Will Smith) hacia su hijo Kitai (Jaden Smith). Así, mientras el joven debe afrontar sus miedos para convertirse en un adulto, Cypher necesita abrirse emocionalmente con su hijo y Shyamalan emplea su accidentado paso por La Tierra como detonante dramático para forzar ambas situaciones.
Estos son los apartados que emparientan “After Earth” con el resto de la filmografía de M. Night Shyamalan, pero no nos engañemos, la cinta es claramente un trabajo de encargo pensado como vehículo de lucimiento de Jaden Smith. Más que en el apartado temático, donde mejor podemos encontrar la impronta del director es en la puesta en escena, quien vuelve a demostrar su habilidad narrativa y su virtuosismo a la hora de dar a la imagen un valor poético (fantásticamente subrayado con la partitura de James Newton Howard, quien vuelve a demostrar que en su alianza con el director consigue sus trabajos más inspirados). Aún así, la película es poco más que un videojuego, dividido en diferentes fases, donde el personaje protagonista debe superar obstáculos físicos para alcanzar su destino, donde, como sucede en todo arcade clásico, le espera el monstruo para la confrontación final. Los esfuerzos de Shyamalan por enriquecer temáticamente la película o distinguirla con su puesta en escena no son suficientes para esconder el vacío argumental y mucho menos la falta de carisma de su protagonista. Jaden Smith carece de la presencia en pantalla de su padre, y éste se reserva un papel más bien secundario, aunque en la promoción de la película se intentara dar a entender lo contrario. De esta manera, “After Earth”, aunque en conjunto resulta más satisfactoria que “Airbender. El Último Guerrero”, sigue sumando en contra del director, alejándole un peldaño más del estatus privilegiado que llegó a ostentar durante el primer lustro del siglo XXI.
“STAR TREK. EN LA OSCURIDAD”. REVISITANDO LA BALLENA BLANCA
Ya sea en su faceta como productor o como director, J.J. Abrams ha conseguido distinguirse como uno de los autores de nueva hornada más influyentes dentro de la industria de Hollywood. Esto, en parte, lo ha conseguido con su habilidad para resucitar estructuras genéricas agotadas ya sea a partir de la vía del remake (“Misión Imposible”, “Star Trek” o próximamente “Star Wars”) o del homenaje nostálgico (“Alias”, “Perdidos”, “Super 8”), pero también gracias a inteligentes campañas de marketing (especialmente de tipo viral) pensadas para captar el interés y la curiosidad del público. Cuando en 2009 se hizo cargo del reboot de “Star Trek” tenía varios frentes en su contra. El primero, un itinerario que le emparentaba más con la space opera de George Lucas que con la de Gene Roddenberry. Starwarrie antes que trekkie, su interés apuntaba más hacia el apartado aventurero que el filosófico. Además, debía hacerse cargo de una franquicia a la que se daba ya prácticamente por extinguida, sobre todo en el cine, tras seis películas con la tripulación original y cuatro con la nueva generación, retomando personajes de culto estrechamente identificados con los actores que los venían interpretando desde 1966. A pesar de las deficiencias del guion presentado por Alex Kurtzman y Robert Orci (plagado de situaciones inconexas o inverosímiles, en las que se abusaba del factor casualidad para justificar los giros de la trama), Abrams supo construir una cinta que bebía lo suficiente de la mitología trek como para agradar a los fans, pero con el dinamismo y la espectacularidad que reclamaban las nuevas generaciones de espectadores.
“Star Trek. En la Oscuridad” partía de las bases establecidas por la entrega anterior y la buena recepción del público, ávido de nuevas aventuras de estas nuevas encarnaciones de la tripulación original del Enterprise. La creación de una línea temporal paralela a las aventuras clásicas permitía a los guionistas explorar los mismos componentes de la serie de 1966, pero desde una perspectiva diferente. Esto proporciona los elementos más destacados de la secuela, sobre todo en todo lo referente al villano de la película (espléndido Benedict Cumberbach) y la recreación de situaciones míticas de uno de los episodios cinematográficos más destacados de la saga, pero al mismo tiempo también da pie a una de las situaciones más tramposas y endebles de la película, la aparición de Spock Prime. La excusa para ofrecer el inevitable cameo de Leonard Nimoy provoca un Deux Ex Machina garrafal (¿recuerdan aquella escena de “Spaceballs. La Loca Guerra de las Galaxias” donde Casco Oscuro utilizaba una copia pirata de la película para localizar a los protagonistas? Bueno, pues esto viene a ser algo similar). Por el resto, Abrams repite la fórmula de éxito de la primera parte. Ya desde ese arranque inspirado en el prólogo de “En Busca del Arca Perdida”, el cineasta vuelve a dejar claro que su impronta no va por la línea dura de la saga Trek y su tendencia a la ciencia ficción especulativa (tanto en lo filosófico como en lo social o cultural), sino por acercar los postulados de la franquicia a los referentes clave en su filmografía como Steven Spielberg o George Lucas. A la cinta no le faltan guiños a la mitología de la franquicia, destacando (aparte de lo concerniente al personaje de John Harrison) la presentación de personajes clave del universo Trek como los Klingons. El director cede terreno a la hora de mantener el planteamiento coral de su anterior película y centra su atención más en la dicotomía entre razón y emoción siempre encarnada por el contraste de personalidades entre Kirk y Spock. Por otro lado, esa oscuridad a la que se refiere el título se concentra en los conceptos de lealtad y sacrificio que los dos protagonistas tendrán que replantearse a lo largo de la trama.
Es cierto que Alex Kurtzman y Robert Orci (a los que además se suma en esta ocasión el también polémico Damon Lindelof) vuelven a priorizar en el guion el efectismo sobre la coherencia argumental, sin embargo, la mezcla de humor, aventura y acción desmedida compone una película espectacular y divertida. A esto hay que sumarle también unos espléndidos efectos especiales y una vibrante partitura musical de Michael Giacchino, quien integra con mayor eficacia su nuevo tema principal en la acción, al mismo tiempo que ofrece fantásticas nuevas incorporaciones como el tema que acompaña al atentado inicial en Londres o el enfrentamiento con los Klingons. “Star Trek. En la Oscuridad” es, por lo tanto, una cinta irregular, pero, pese a todo, en nuestra opinión, consigue elevarse como uno de los blockbusters más disfrutables de este periodo estival.
“PACIFIC RIM”. SI NO SON MACROMACHINES, NO SON LOS AUTÉNTICOS
Guillermo del Toro es uno de los nuestros. No es un realizador al uso, sino que realmente comprende y se identifica con ese legado del género fantástico del que beben sus películas. Al contrario que otros directores que se acercan al género sin una conexión previa con sus características, Del Toro se desenvuelve con soltura por estos campos siniestros y siente empatía por los monstruos que los habitan. De hecho, sus películas juegan precisamente con bagaje previo. Si hay algo que no podemos echarle en cara es que conoce cada uno de los mimbres que ha de manejar. Él mismo ha rechazado proyectos suculentos como la tercera entrega de Harry Potter, aludiendo que el suyo no es un cine de niños que hacen magia, sino de los monstruos que se los comen.Tal vez por esa personalidad que no termina de cuajar con las exigencias de la industria, los últimos años han sido tiempos duros para Guillermo del Toro. Tras dirigir en 2008 “Hellboy 2. El Ejército Dorado” y con el éxito internacional de “El Laberinto del Fauno” aún cercano, al director se le planteó la oferta de su vida, sustituir a Peter Jackson al frente de las adaptaciones de la obra de J.R.R. Tolkien y encargarse de “El Hobbit”. Tras dos años de trabajo, la producción no parecía despegar y Del Toro tuvo que abandonar el proyecto. A continuación se embarcó en otro sueño dorado, la adaptación de “Las Montañas de la Locura” de H.P. Lovecraft, para la que también invirtió un tiempo precioso de su vida, encontrándose con que la película era cancelada debido a su elevado presupuesto. Tras este periplo, el director necesitaba de un producto abiertamente comercial con el que recuperar puestos dentro de la industria de Hollywood y qué mejor que una cinta de monstruos y robots gigantes, repleta de efectos especiales, humor, escasa complejidad argumental, que pudiera vender bien a los productores de Hollywood y que se pudiera estrenar en un plazo razonable. Lo que generalmente se llama un producto alimenticio y que a veces parece difícil de explicar desde la etiqueta de “autor”. Sin embargo, no nos equivoquemos. “Pacific Rim” no será la película definitiva de monstruos y mechas (ni pretende serlo), pero sí es una película 100% de Guillermo del Toro.
En manos del cineasta, “Pacific Rim” no es una cinta de verano al uso. Lo que para otro director podría haber sido un mero espectáculo de luces, él lo convierte en un sentido homenaje a dos subgéneros de ascendencia nipona, el Kaiju Eiga y el Supaa Robotto (además de a la lucha libre mexicana y al bestiario lovecraftiano), y lo hace de tal manera que para el espectador ocasional la experiencia sea un entretenimiento dinámico y espectacular de grandes efectos especiales, pero para el público iniciado sea un encadenado de referencias y guiños que ayudan a enriquecer las lecturas de la película. Olvídense del guion. A nivel literario, nos encontramos con una trama que podría haber dado para una trilogía, donde ya en el prólogo se nos presenta la llegada de los Kaiju, la creación de los robots, el primer triunfo humano y la caída del programa Jaeger (suficientes ingredientes como para haber constituido por sí solos una primera entrega de una saga). Por otro lado, la construcción de personajes no pasa del cliché y la caricatura, quedando la efectividad de los protagonistas en manos del carisma de los actores (no es por lo tanto casual que los personajes más llamativos estén interpretados por intérpretes de carácter como Idris Elba o Ron Perlman). Todo este proceso de síntesis hace que la película no ahonde en la historia que está contando y que los conflictos de los personajes estén esbozados a un nivel básico para lograr algo de empatía por parte del espectador. Sin embargo, desde el principio queda claro que lo que menos le preocupa al director es la simplicidad de la historia y lo plano de los personajes. Lo que verdaderamente le importa son los robots y los monstruos, lo otro es un impuesto argumental que hay que pagar para justificar la secuenciación de escenas de batallas.
El triunfo del Guillermo del Toro no está entonces en lo que cuenta, sino en cómo lo cuenta, en el sentido lúdico que inunda toda la película y que incluso hace que podamos perdonarle su tibieza argumental. Básicamente la estructura de la película está construida en base a cinco impactantes set pieces donde escenificar con detalle los enfrentamientos entre los Jaegers y los Kaiju. Es en este apartado donde el cineasta demuestra que no es un realizador al uso colocado por el estudio, consiguiendo devolvernos a ese periodo de la infancia en el que con juguetes en las manos fantaseábamos con grandes enfrentamientos titánicos. Del Toro no quiere una puesta en escena moderna, con planos de cinco segundos y un montaje rápido que no permita al espectador percatarse de lo que sucede en pantalla. Él quiere impactarnos con cada plano, jugar con la perspectiva para abrumarnos con la escala de los contendientes y que sintamos el impacto de los golpes como una avalancha. De hecho, prescinde del uso de armas de fuego, las batallas entre los titanes son a la antigua usanza, es decir, a trompazo limpio. Desde esta perspectiva, lo único que podemos echar en cara a la película es que el clímax final no está a la altura de las set pieces anteriores. La visita al reino de Los Profundos resulta escasa y poco imaginativa frente a la desbordante imaginería exhibida en el resto de la película. “Pacific Rim” es, por lo tanto, un divertimento de autor, una chispeante frivolidad perpetrada por un artista al que la industria le ha vetado proyectos más ambiciosos y complejos.
“ELYSIUM”. LOS MUERTOS Y LOS ILUMINADOS
Una de las últimas incorporaciones al listado de vulgar auteurs es Neill Blomkamp. Ya desde sus primeros cortometrajes (especialmente “Alive in Joburg” de 2006) empezó a apuntar un estilo particular y una preferencia por el género de la ciencia ficción como metáfora de los males de la sociedad moderna. Su puesta de largo en 2009 con “Distrito 9” le situó a nivel internacional como un virtuoso de la cámara y el montaje, con capacidad para la ciencia ficción con mensaje sin prescindir del componente comercial y lúdico de la acción más trepidante. Nacido en Sudáfrica, Blomkamp buscaba establecer con su película una reflexión sobre el pasado de su país con el Apartheid y sobre la desproporcionada distribución de la riqueza entre las clases altas y las más desfavorecidas. Por otro lado, el cineasta, quien poco antes se había postulado como alternativa para dirigir una adaptación del videojuego “Halo” (gracias al aval de Peter Jackson, también productor de “Distrito 9”, pero vetado por el estudio al no ser un nombre conocido), supo incorporar a su puesta en escena elementos narrativos propios del lenguaje de los videojuegos. Además, la cinta se distinguía de la típica producción estadounidense por su representación de la violencia, con planos abiertamente sangrientos y desagradables que apuntaban más bien a una época pretérita del cine. Es cierto que a la par que ofrecía este conjunto de aciertos, la trama se apoyaba en un guion agudo, pero tramposo, donde el personaje protagonista pasaba de ser un gris burócrata, lerdo y calzonazos, a manejar armamento alienígena y estrategias de combate de manera sorprendente e injustificada. Con un presupuesto de 30 millones de euros, la cinta se alzó con una recaudación mundial de casi 211 millones de dólares y con cuatro nominaciones a los Oscars, incluyendo los apartados de mejor guion original y mejor película.
Tras este éxito, Neill Blomkamp pasó de ser un joven realizador desconocido a uno de los realizadores más solicitados de Hollywood. Sin embargo, lejos de dejarse tentar por los cantos de sirena de algún encargo multimillonario, el cineasta prefirió seguir apostando por proyectos propios con “Elysium”, aunque saltando ya a un presupuesto más holgado de 115 millones de dólares. La clave a la hora de conseguir este dinero y al mismo tiempo la capacidad de mantener libertad creativa la encontramos también en la presencia de su actor protagonista, Matt Damon. En esta segunda película seguimos encontrando algunas claves de su opera prima, especialmente en esa fusión de ciencia ficción especulativa, reflexión político-social y acción descarnada. Rodada entre Canadá y México, la cinta nos traslada a un futuro donde las fronteras sociales llegan literalmente a niveles astronómicos. La clase social privilegiada vive en un satélite artificial protegido y exclusivo donde se ha erradicado la delincuencia y la enfermedad. La tierra es considerada un estercolero, donde el resto de la población sobrevive como puede, reprimida en un estado policial, en condiciones de explotación laboral y sin los necesarios servicios sanitarios. En este contexto distópico, el director propone un mensaje criticando las políticas de inmigración actuales y abogando por un sistema sanitario gratuito y universal. Como hiciera en “Distrito 9”, esta reflexión la disfraza de cinta de acción, con un antihéroe protagonista, cubierto de un exoesqueleto de metal que le proporciona una fuerza superior con la que enfrentarse a las represivas fuerzas del sistema. La puesta en escena es contundente y poderosa, magníficamente realizada, con una inteligente combinación de elementos digitales con efectos físicos. El salto a Hollywood no ha coartado a Blomkamp su gusto por una violencia explícita, con apuntes gore que sorprenden en una producción comercial y veraniega de este tipo. El diseño de producción también aporta a la cinta una estética distintiva y, en ningún momento, el apartado visual busca imponerse al argumental.
Sin embargo, como también sucedía con “Distrito 9”, estas virtudes se ven afectadas por un guion irregular y tramposo. Hay un grave desequilibrio entre la descripción que se hace de los habitantes de la Tierra y la representación de la sociedad de Elysium. Los primeros están más definidos, el director se preocupa por subrayar su situación de sometimiento, así como los brotes de libertad en busca de ese paraíso celestial que para ellos supone el satélite donde vive la población privilegiada. Sin embargo, el acercamiento a los segundos es muy deficiente, basado en el cliché y la caricatura para favorecer el posicionamiento en su contra del espectador. Esto queda también reflejado en los papeles principales. Los personajes de Max (Damon) y Frey (Alice Braga) están más trabajados, conocemos sus conflictos internos, hay en ellos además una ambivalencia moral que los hace psicológicamente más ricos e interesantes. Por otro lado, tanto la Secretaria Rhodes (Jodie Foster) como el agente Kruger (Sharlto Copley, protagonista de “Distrito 9” y actor fetiche de Neill Blomkamp) son personajes grotescos, exagerados, más propios de un dibujo animado. Afortunadamente, en estos casos, la construcción del personaje no coarta las excelencias de sus intérpretes. Matt Damon vuelve a demostrar su habilidad para aportar un componente emocional a una interpretación eminentemente física, de manera que resulta verosímil en las escenas de acción, al mismo tiempo que aporta humanidad al personaje. Foster hace un retrato excepcional de esa arpía clasista y arribista, consiguiendo el odio del espectador desde un primer momento sin perder la elegancia, mientras que Copley disfruta con el sadismo y la brutalidad de su personaje, sin embargo, nos quedamos con las ganas de disfrutar de un trabajo más sólido de estos actores de haber contado con papeles menos endebles. A esto se suma que después de dos actos perfectamente construidos, el clímax final de la película se desarrolla de manera precipitada y simplista. La llegada a Elysium y la forma en que se resuelve el conflicto resulta excesivamente naif e idealizada. En cualquier caso, pese a estas asperezas, “Elysium” sigue siendo un producto de calidad, una interesante propuesta de cine comercial donde los aspectos de género y el entretenimiento no están reñidos con el discurso social. Blomkamp mantiene sus virtudes como autor cinematográfico, pero al que aún le quedan asperezas por refinar y perfilar.
“DOLOR Y DINERO”. SIN DOLOR, NO HAY RECOMPENSA
Para los cinéfilos de pro, Michael Bay es el demonio. Su nombre hace referencia al cine comercial más artificioso y zafio de la actualidad, con su narrativa de video clip de Meat Loaf, donde el volumen de las explosiones está pensado para tapar la falta de guion y donde el catálogo de personajes tiene la profundidad psicológica de una ameba. Esta fama se la ha ganado a pulso con películas como las dos entregas de “Dos Policías Rebeldes” o la trilogía de “Transformers” y cuando el director ha intentado salirse de su etiqueta, como con “Pearl Harbour” o “La Isla”, el experimento le ha salido rana y las ínfulas argumentales acabaron sepultadas de nuevo bajo una amalgama de explosiones y efectos especiales. De su filmografía, los títulos mejor valorados son “La Roca” (en gran parte gracias al carisma de actores como Sean Connery, Nicholas Cage o Ed Harris) y “Armageddon” (donde además de su heterogéneo reparto, salvaba la película su tono gamberro que dejaba claro que la cinta no se tomaba en serio a sí misma), sin embargo, con contadas excepciones (de nuevo “Pearl Harbour” y “La Isla”), sus películas han sido todas éxitos extraordinarios en taquilla, capaces de ofrecer grandes beneficios al estudio a pesar de sus kilométricos presupuestos (cada entrega de “Transformers” rondó los 200 millones de dólares). A pesar de todo esto, no nos sonroja afirmar que, bajo esa fachada de estrella del rock de la industria de Hollywood, reside el más claro exponente de vulgar auteur que nos ha deparado el cine moderno. Michael Bay ha establecido a lo largo de sus dieciocho años de carrera en el cine un sello particular, imitado hasta la saciedad por miles de nuevos aspirantes a directores, pero hasta la fecha nunca igualado. Lo único que le faltaba al director era ese proyecto atípico con el que demostrar que no es únicamente perpetrador de blockbusters insubstanciales y, por fin, parece que lo ha conseguido. Tras los fallidos intentos de desencasillarse como “Pearl Harbour” y “La Isla”, “Dolor y Dinero” nos ha dejado ver la faceta más independiente y corrosiva del cineasta y su mejor película junto con “La Roca”.
Al igual que comentábamos sobre Baz Luhrmann, Michael Bay tampoco es un director sutil. El suyo es un cine de trazo grueso y en “Dolor y Dinero” el grosor viene medido por los bíceps de sus protagonistas. Basado en un hecho real que tuvo lugar a mediados de los años 90, el cineasta lleva persiguiendo esta historia desde el año 2000, cuando leyó los artículos del periodista Pete Collins en los que se narraba esta inverosímil historia. Conocedor de lo absurdo de todo, Collins imprimió a su relato un tono ácido y excesivo, que posteriormente ha sido respetado para la adaptación cinematográfica. Todo en la puesta en escena está pensado para subrayar un mundo de espejos distorsionados y falsas apariencias. Aunque el tono irónico y caricaturesco establece una distancia de seguridad del espectador con respecto a los personajes, el cineasta narra la historia desde la perspectiva de estos, ayudándose de todos los elementos que tiene a su alrededor. Así, por ejemplo, que la acción se desarrolle en la ciudad de Miami, donde tuvo lugar la historia real, aporta también esa atmósfera de un lugar que exuda la filosofía de culto al cuerpo y al exceso grotesco. Su protagonista, Daniel Lugo (un Mark Walhberg que nos ofrece uno de los mejores trabajos de su carrera, en sintonía con aquel Dirk Diggler de “Boogie Nights”), tiene dos obsesiones: su físico y ser reconocido como un hombre de éxito. Se trata del mundo de las apariencias donde para ese antihéroe el triunfo y la realidad se pueden moldear igual que hace con su cuerpo a través del fitness. Para sentirse un triunfador, Lugo necesita un reconocimiento social, igual que para sentirse un hombre fuerte y musculoso requiere del halago externo que refuerce su autoestima (algo que queda claro desde la primera escena en la que el protagonista está haciendo abdominales en una fachada).
“Dolor y Dinero” supone una ruptura con la trayectoria anterior del cine de Michael Bay. Con el presupuesto más bajo de su carrera desde su debut con “Dos Policías Rebeldes”, no se trata de una cinta de acción, sino una comedia negra (negrísima), grotesca y excesiva, donde el ritmo de la narración no viene determinado por las persecuciones y las explosiones que siempre han imperado en su carrera, sino en la interacción de los tres personajes protagonistas y (sí, aunque suene extraño decirlo cuando nos referimos a Michael Bay) en el guion. “Dolor y Dinero” es la primera película del cineasta que verdaderamente se sustenta en un trabajo de guion y construcción de personajes. A nivel interpretativo, contamos con unos Mark Wahlberg y Dwayne Johnson en plena sintonía con sus papeles, frente a Anthony Mackie, quien pese a su excelente trabajo, queda en desventaja por la falta de carisma de su personaje. Tony Shalhoub y Ed Harris hacen también sendas espléndidas composiciones dando peso a los secundarios, brillando especialmente el primero en sus interacciones con Dwayne Johnson. Menos trabajado resulta el apartado femenino. Ya de por sí el cine de Michael Bay nunca se ha caracterizado por un gran desarrollo de estos personajes, evidenciando siempre una lectura tremendamente machista. Aquí no es para menos, de hecho, el personaje de Sorina Luminita (interpretado por Bar Paly) es el summum de las rubias tontas de la filmografía de este cineasta. El papel de Rebel Wilson tiene un poco más de peso, pero igualmente queda demasiado desdibujado como para tener verdadera entidad. Es cierto que el director emplea sus recursos narrativos habituales (travellings circulares y ascendentes en ralentí entorno al protagonista, planos generales a cámara lenta del trío de culturistas con explosión de fondo, montaje rápido y de planos cortos para la huida de la policía), sin embargo, aquí ese estilo enfático de Michael Bay juega una función diferente, ya que va en sintonía con el tono épico y megalómano con el que el protagonista interpreta los acontecimientos desde su personalidad psicopática. La violencia que se describe no es la propia del cine de acción moderno, sino un compendio de escenas de torturas y descuartizamientos que elevan al máximo exponente el tono de humor negro y macabro de la película. Todo esto convierte a “Dolor y Dinero” en una propuesta inesperada y gratificante por parte de un director que parecía que lo tenía todo dicho y que, de repente, ha sabido reciclarse y demostrar que su firma sirve para algo más que para aparatosos juguetes cinematográficos. Evidentemente, su recaudación está lejos de poder competir con sus títulos más taquilleros, pero sí podemos encontrar en ella ingredientes para convertirse en una película de culto instantáneo.