Hay que reconocer que, a priori, un regreso al territorio del Planeta de los Simios no parecía una buena idea. Teniendo en cuenta los antecedentes y avisados de que en esta ocasión se había prescindido de actores maquillados para apostar por la captura de movimiento, temíamos encontrarnos ante otro campo de pruebas para el desarrollo de las técnicas infográficas en el que ha decaído gran parte de las superproducciones actuales. Que un título como “Transformers” acabe monopolizado por un escaparate de efectos especiales en detrimento de historia y personajes se puede entender dentro de las características de la producción e incluso, viniendo de la mano de un director reincidente en este tipo de fenómenos taquilleros como Michael Bay, verse como una seña de idiosincrasia; sin embargo, como ya hemos visto, esta franquicia ha intentado caracterizarse por poner sus miras en una alegórica lectura sociopolítica de la sociedad que la acoge. El antiguo concepto romano de “dulce et utile”, de hacernos reflexionar a través del entretenimiento, se reproducía en aquella película de 1968 en la que, con la excusa de una historia futurista acerca de una sociedad regida por monos evolucionados, donde el hombre había perdido su hegemonía en el planeta, se nos daban pistas sobre los convulsos tiempos que sufría Estados Unidos tras el asesinato de un presidente, John F. Kennedy, y de portavoces de los derechos civiles como Martin Luther King y con una política exterior basada en la Guerra Fría y el intervencionismo bélico en países alejados como Corea o Vietnam. Hoy en día, desgraciadamente, volvemos a experimentar también un periodo de crisis y desencanto, con pérdida de fe en nuestros líderes políticos y en el modelo democrático, con conflictos bélicos en Oriente Próximo y la insurrección de las masas a escala mundial reclamando respeto y justicia. Ante este panorama, una nueva entrega de “El Planeta de los Simios” estaba justificada, pero no podía caer en la banalización o la indolencia por estos hechos.
Varias ideas se barajaron a la hora de llevar a cabo esta nueva película. Se podía intentar llevar a cabo otro remake del título original, pero el fracaso de la cinta de Tim Burton en 2001 no estimulaba esta alternativa. Sin posibilidades de remake, ni de secuela aparente, se impuso el modelo de reboot instaurado por Christopher Nolan con “Batman Begins”. Esa idea de reiniciar una franquicia, haciendo borrón y cuenta nueva para ofrecer una lectura diferente, llevó a los guionistas a centrarse en la historia de César, el chimpancé original que desató la revuelta de los simios en la cinta “La Rebelión de los Simios” de 1972. En aquella, el salto evolutivo del personaje quedaba explicado al ser el hijo de Zira y Cornelius, los dos simios evolucionados llegados del futuro tras la destrucción del planeta al final de “Regreso al Planeta de los Simios”. En este reboot había que buscar otra explicación que diera independencia a la película sobre la continuidad marcada en los años 70 (e ignorando por completo a la de 2001). La experimentación genética y la paranoia a una pandemia vírica tan en boga en nuestros días se convirtieron en la excusa en esta ocasión para explicar los dos puntos clave de la historia, la evolución del simio y la caída del ser humano.
Volvemos así a estar ante el moderno Prometeo, el científico que se salta las leyes de la naturaleza, desatando con ello una destrucción mayor. Interpretado por un excelente James Franco que le aporta una cálida humanidad, Will Rodman es un investigador de espíritu romántico, cuyo interés es generoso (el beneficio del ser humano ante una enfermedad tan destructiva como el Alzheimer), pero también egoísta (el padre del protagonista está sucumbiendo a esta enfermedad). Esta dualidad entre altruismo y desesperación le lleva a trasgredir límites sin cuestionarse la moralidad de sus actos. En su caso, no existe mala fe en su comportamiento, sino todo lo contrario. Rodman no está guiado por la ambición o la vanidad, sin embargo eso no quita para que sus acciones no incurran en la irresponsabilidad. Lo contrario sucede con Gyn-Syn, la empresa para la que trabaja, encarnada en el personaje de Jacobs (David Oyelowo), quien una vez descubre el potencial industrial del virus decide acelerar y explotar la investigación, ahora sí por causas puramente económicas y nada filantrópicas. Así, el principal conflicto que presenta la película no es tanto los efectos secundarios de un experimento fallido, sino la falta de ética del ser humano al intentar corregir o prorrogar factores que nos han sido impuestos por la Naturaleza como la enfermedad, el envejecimiento o la muerte. En este sentido, de manera testimonial y poco desarrollada, el personaje de Caroline Aranha (Freida Pinto) intenta convertirse en la voz de la cordura, siendo la única que expone la duda ética ante los actos de Rodman. La película también aprovecha para esgrimir un discurso contra la experimentación con animales y las atrocidades que se intentan justificar bajo la etiqueta del avance de la ciencia.
Junto al desarrollo de esta trama, encontramos otra paralela, más intimista, que durante el tramo central de la cinta se convierte en el eje emotivo de la película: la creación de una familia sui generis, con tres generaciones que durante un tiempo conviven de manera armoniosa. Inicialmente, el virus da orden al caos, estabilizando y recuperando la memoria del padre de Will, Charles (espléndido John Lithgow), al mismo tiempo que va desarrollando las facultades mentales de César. En esta impostura, el chimpancé abandona un comportamiento animal, caminando de manera erguida y vistiéndose como un ser humano, creando una imagen de sí mismo de acuerdo a lo que le rodea. Abuelo, padre e hijo conviven durante un tiempo de manera apacible y satisfactoria en esta utopía doméstica. Sin embargo, se trata de una felicidad artificial obtenida de manera fraudulenta e incurriendo en un desorden natural, algo que queda patente en la escena en la que Will le explica a César que no es una mascota, sino su hijo. Esta declaración, que nace del amor y la conexión que existe entre los dos personajes, llega a Catherine y al espectador de manera desnaturalizada, conscientes por primera vez de lo equivocado y peligroso de ese comportamiento.
Como en toda utopía, el factor humano pasa a convertirse en el punto de fuga que acaba devastando el equilibrio conseguido. Una vez más, el miedo, el odio y la violencia toman el control de la situación cuando el hombre se enfrenta a lo desconocido, desterrando a César de la sociedad y encerrado en el Refugio para Primates, al mismo tiempo que la estabilidad mental de Charles se quiebra. Resulta sugestivo como el personaje es apartado de un ambiente irreal, esa familia ilusoria, para ser insertado en otro, una imitación de selva, construida alrededor de una falsa secuoya, donde los animales reproducen comportamientos innatos, pero mediatizados por la artificialidad del entorno. Víctima de una faceta que desconocía del ser humano al haberse criado en un ambiente controlado de cariño y respeto, César experimenta por primera la mezquindad y la propensión del ser humano a impartir dolor por mero placer o como respuesta a la frustración, al mismo tiempo que establece una segunda familia entre los simios sometidos, edificada a partir de esos conceptos recién adquiridos de violencia y odio, donde sus capacidades evolucionadas pronto le elevan a líder de la manada.
El tratamiento que se hace de la violencia en la película es critico con ésta tanto si surge de manera gratuita (procedente del ser humano) o en respuesta a un condicionante exterior (el ataque de los simios tras los suplicios sufridos ya sea como conejillos de indias en el laboratorio o durante su cautiverio en el Refugio). La cinta arranca con una impactante secuencia de caza, que nos retrotrae a uno de los momentos míticos de la cinta de 1968 y donde los chimpancés son violentamente arrancados de su entorno por cazadores furtivos con el fin de servir de cobayas para que experimenten con ellos. Los chimpancés actúan de manera agresiva como protección de su manada: Ojos Claros, la madre de César, se enfrenta a los científicos de Gyn-Syn para proteger a su cría y éste ataca a un vecino para proteger a Charles. Es en los dos únicos casos en los que la cinta se muestra indulgente con la violencia, mientras que en el resto de ocasiones, es producto de emociones negativas (miedo, territorialidad, ira, desengaño). Cuando se produce el levantamiento de los simios, al espectador se le ha llevado a un lugar donde desea que los primates se rebelen debido al comportamiento prepotente de los humanos, pero se procura no caer en el enaltecimiento de la revuelta. Es cierto que César mantiene cierta ética al no permitir que se mate a los humanos, pero al mismo tiempo se deja claro que la violencia implica un camino de no retorno. Cualquier posibilidad de recuperar la felicidad anterior queda segada cuando César se deja llevar por el odio y, pese a los esfuerzos de Will por convencerle para que abandone su actitud beligerante, el carácter inocente y puro del chimpancé desaparece para dejar lugar a un revolucionario que debe encontrar el destino para él y su pueblo. Por otro lado, el levantamiento de los simios adquiere también un papel alegórico. El ejército dirigido por César viene a representar a los excesos y abusos del ser humano (su avaricia, su pretensión por imponerse a la Naturaleza, su egoísmo o su rechazo hacia lo que no comprende) que acaban rebelándose en su contra. En la coyuntura actual, esto puede tener una lectura social, vinculada a las revueltas que se han producido en diferentes países a lo largo del planeta, donde los más desfavorecidos de estas sociedades han decidido tomar las calles en rebelión contra sus gobernantes y reclamando un trato más igualitario y respetuoso. Sea producto de la casualidad o de la especulación, lo cierto es que, gracias a esta interrelación, el tramo final de la película adquiere una mayor trascendencia y profundidad, devolviendo a la franquicia su carácter reivindicativo y comprometido con la realidad de la que surge.
Una de las cosas que ha cogido por sorpresa de esta película, ha sido la labor de su director. Después de tantearse a cineastas tan dispares como Kathryn Bigelow, Robert Rodriguez, Tomas Alfredson, los hermanos Allen Hughes y Albert Hughes (curiosamente, estos ya habían optado también al remake de 2001), Pierre Morel, James McTeigue, Dennis Iliadis o Scott Charles Stewart, la cinta fue a parar a manos del británico Rupert Wyatt, quien tan sólo contaba en su haber con la cinta independiente de 2008 “The Escapist”. Wyatt ha sabido aportar un inteligente equilibrio entre el componente emocional, el discursivo y la acción de la película, de manera que ésta mantiene enganchado al espectador desde el primer momento, consigue implicarle emocionalmente con los personajes y le sobrecoge con la espectacularidad de las imágenes durante la sublevación de los simios, al mismo tiempo que le obliga a intelectualizar la acción para poder comprenderla en toda su extensión. Con esto podemos dar por superado el reto de conseguir que una cinta con este trasfondo y con un amplio tramo de metraje centrado en los personajes y no en la acción resulte también entretenida al espectador (algo que, por otro lado, no debería ser la excepción, sino la norma). El cineasta alterna una mirada intimista con un gran dinamismo en su puesta en escena, acercando la cámara a la perspectiva de César. No se precipita, sino que es consciente de que los personajes deben arraigar bien en la historia antes del clímax para que éste funcione, y si bien la cinta no decae en su ritmo, encadenando continuamente elementos trascendentes para el desarrollo de la trama, lo cierto es que tenemos que traspasar el meridiano de la película para encontrarnos con las secuencias de acción.
En este tratamiento emocional de la historia y los personajes es fundamental la presentación y desarrollo de César, uno de los mayores retos de la película y también uno de sus mayores éxitos. Si en 1968 la dificultad estribaba en hacer creíbles a los simios evolucionados y que el maquillaje de los actores no resultara cómico, aquí la apuesta recayó sobre las nuevas tecnologías, la recreación digital del personaje y el uso de la captura de movimiento para darle expresividad y humanidad. Debido a las características de la historia, resultaba contraproducente el empleo de protésicos y animatrónicos, cuyas técnicas están mucho más avanzadas que la infográfica (basta recordar el extraordinario nivel del maquillaje realizado por Rick Baker en la versión de “El Planeta de los Simios” de 2001). Para poder reflejar mejor la evolución y los cambios físicos y emocionales de César, la recreación digital del personaje se evidenciaba más práctica y realista, además de permitir al director un mayor juego en su puesta en escena, como por ejemplo la primera visita de los protagonistas al bosque de Secuoyas, donde la cámara trepa por el tronco y las ramas acompañando al chimpancé. El encargado de dar un bagaje emocional a César fue Andy Serkis, actor especializado en la creación de personajes digitales, contando en su haber con casos como Gollum de la trilogía de “El Señor de los Anillos” o la última versión de King Kong, ambas para el cineasta Peter Jackson. Serkis se basó en un caso real, Oliver, un chimpancé que se volvió en centro de atención en los años 70 al estar dotado de una gran inteligencia y ser capaz de andar erguido, igual que un ser humano. El actor estudió los videos que existen de este animal para desarrollar los movimientos de César y darle realismo al personaje, al mismo tiempo, se esforzó en aportar un amplio registro expresivo a través del cual el público fuera capaz de ir más allá de la imagen infográfica y pudiera sentir empatía. Por otro lado, las técnicas empleadas en esta película han supuesto un salto cualitativo, al situar a los actores de captura de movimiento en el mismo escenario que los actores de imagen real. Hasta ahora, los primeros debían trabajar en un espacio muy concreto y controlado, rodeados de un fondo verde, para que el ordenador fuera capaz de registrar de manera fidedigna sus movimientos. En este caso, la interacción ha permitido que exista una mayor conexión entre todos los personajes, especialmente en lo que se refiere a César, Charles y Will. A partir de estos logros, la película ha generado de manera paralela un nuevo debate sobre la validez o no de la interpretación para la captura de movimiento. ¿Estamos hablando realmente de interpretación cuando al trabajo del actor se le va a sumar capas de imagen infográfica o se puede valorar de la misma manera que el trabajo de los otros actores? Creemos que Andy Serkis ha conseguido que su interpretación “hablé” más allá de los puntos de referencia utilizados por el ordenador para replicar movimientos y expresiones. Es cierto que César es un personaje digital (y eso es algo que queda patente en la imagen pese a los loables esfuerzos de los compositores y animadores de 3D), pero el actor ha logrado hacerlo más real al espectador, y sin ese trabajo, la película hubiese sido un fracaso absoluto, tanto o más que si los simios de 1968 hubiesen provocado las carcajadas de los espectadores. La empatía que sentimos por César no es artificial, sino muy humana, superior incluso que la que podemos encontrar en actores de carne y hueso en ésta u otras películas (en comparación, la actriz Freida Pinto resulta más inexpresiva y conecta mucho menos con el espectador que Serkis con su disfraz digital de chimpancé). Esta labor no es tan eficaz con el resto de los personajes simios, pero tampoco es necesario. El matiz y el grado de profundidad psicológica se reduce considerablemente, pero ajustándolo a lo que necesita el espectador para conocer sus características y motivaciones.
El apartado musical era otro de los elementos situados en el punto de mira de la película. Todo título perteneciente a esta franquicia ha tenido que sufrir la comparación con la extraordinaria composición realizada por Jerry Goldsmith en 1968. En esta ocasión el músico escogido fue Patrick Doyle, un músico de línea sinfónica, habituado a dramas de fuerte conflicto familiar al ser el colaborador habitual de Kenneth Branagh y sus adaptaciones de la obra de William Shakespeare. Todos los que han venido antes que él han intentado replicar el carácter atonal y experimental de la partitura original, sin embargo, esta historia necesitaba un enfoque diferente. En 1968, Goldsmith utilizó una orquestación atípica y temas carentes de melodía para agobiar al espectador con la privación de vínculo emocional en la música, creando así una distancia con la sociedad simia y potenciando la idea de encontrarse en un planeta totalmente ajeno al ser humano. Aquí nos encontramos con un chimpancé que debe parecer humano al espectador, por lo que las necesidades de la película son radicalmente opuestas. Doyle carga las tintas en el apartado emocional para apoyar esa empatía necesaria entre César y el público, pero no por ello se desprende de cierta experimentación. Se mantiene también un sonido tribal, especialmente en los temas más agresivos y en ellos se emplearon instrumentos como un huevo de avestruz, para aportar sonidos peculiares y difíciles de identificar. La partitura de Doyle no resulta tan trasgresora, ni adquirirá una trascendencia como la de Goldsmith, pero a nivel emocional es lo que necesita la historia y, por otro lado, se agradece que no haya caído una vez más en el intento por replicar lo anterior, sino que haya buscado un camino propio.
Como reinicio de la saga, “El Origen del Planeta de los Simios” se aparta de las películas anteriores, desprendiéndose de lastre acumulado a lo largo de numerosas entregas. Uno de los aspectos positivos en este sentido, es la elección de un final que no tuviera que competir en sorpresa y contundencia con el original. La película tiene la conclusión que necesita la historia y su fuerza radica en la resolución de los componentes emocionales que se han ido gestando a lo largo de la trama y no por ofrecer un plano final rompedor o inesperado. Pese a esto, la cinta se reserva varios guiños reconocibles por los conocedores de la serie, y algunos apuntes que ayudan a encajar el argumento dentro de la continuidad ya conocida. El apodo “Ojos Claros” para la madre de César recupera el nombre que la Dra. Zira da en un principio a Taylor. Esta referencia va más allá del mero guiño y puede dar a entender por qué Zira confía tanto en la capacidad intelectual de Taylor desde un primer momento, dado que debido a los efectos secundarios del virus ALZ-112, en la sociedad simia, los ojos claros se pueden entender como seña de inteligencia. Otros nombres a los que se hace referencia en la película son, por ejemplo, Cornelia (en recuerdo de Cornelius, el personaje interpretado por Roddy McDowall), Dodge Landon (por los dos astronautas compañeros de Taylor en el Icarus), Franklin (en homenaje al director de la primera película, Franklin Shaffner), Maurice (Maurice Evans, el actor que daba vida al Dr. Zaius) o Jacobs (por Arthur Jacobs, el productor de la serie original). En pantalla llegamos a atisbar de manera fugaz a Charlton Heston en una escena de “El Tormento y el Éxtasis”, que se está emitiendo en televisión. También la famosa imagen de la Estatua de la Libertad queda reflejada en un puzzle tridimensional que está montando César, al igual que la ya comentada secuencia de caza o el manguerazo de agua que recibía Heston, que ahora es asestado a César en su jaula del Refugio de Primates. Se recuperan frases antológicas (“Quítame tus sucias manos de encima, mono asqueroso” y “Esto es un manicomio”) y el despegue y la desaparición del Icarus entra también de manera colateral en la trama. La mayor parte de estos guiños no afectan al desarrollo de la trama, pero sí generan una cierta complicidad con el espectador.
Pese a sus numerosas virtudes, la película cuenta también con algunos hándicaps, muchos de ellos presumiblemente debidos a la necesidad de acortar el metraje y acomodarlo a una duración estándar que facilitara la distribución en salas. Hay personajes que quedan muy reducidos, especialmente la chimpacé Cornelia, de la que apenas queda referencia en la cinta, pero de la que se intuye una conexión amorosa con César. La evolución de los simios del refugio tras inhalar el virus ALZ-113 es muy rápida, seguramente para facilitar el avance de la trama, y una vez iniciado el alzamiento, el número de simios se incrementa de manera espectacular. A la cinta se le puede achacar que, tras dos tercios de metraje apostando por la contención y la verosimilitud, el clímax final resulta excesivo e incongruente, pero afortunadamente, todo el trabajo emocional anterior ayuda a que el espectador haga un esfuerzo de suspensión de incredulidad y se deje llevar por los personajes.
Queda ahora la duda de si, tras el éxito que está teniendo la película a nivel comercial y crítico, el estudio se animará a continuar la historia y en qué dirección se puede seguir desarrollando el papel de los personajes. Rupert Wyatt ya ha asegurado que está interesado en continuar y que tiene en mente posibles líneas argumentales con las que plantear una secuela, enfocadas principalmente hacia la escenificación de la guerra definitiva entre simios y humanos. En cualquier caso, haya o no una nueva entrega, “El Origen del Planeta de los Simios” se ha alzado ya como uno de los verdaderos éxitos del verano. Tal vez no tan taquillera como “Harry Potter y las Reliquias de la Muerte. Parte II” u otros títulos-evento de la temporada, pero sí favorecida por un mayor aplauso de crítica y público. Por nuestra parte, y aún asumiendo sus imperfecciones, no podemos más que recomendarla como una de las mejores películas que han pasado en los últimos meses por nuestras anémicas pantallas.
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