Hablar de Terrence Malick es adentrarnos en un tipo de cine alternativo, con sus propias normas y características. La suya está lejos de ser una filmografía convencional y cada estreno que nos propone viene irremediablemente acompañado por polémicas y respuestas encontradas. Tras lograr con su anterior trabajo, “El Árbol de la Vida”, uno de sus mayores éxitos tanto económico como de crítica (aunque también se trata de una de sus cintas que mayor número de deserciones por parte del público ha experimentado), el cineasta ha emprendido una nueva trayectoria con “To the Wonder”, película que conserva sus claves de autor, pero que también abre nuevas vías a este artista cuando está a punto de cumplir 70 años. Conocido hasta ahora por dilatar cada uno de sus proyectos, llegando a pasar más de 10 años entre uno y otro, de repente, Malick ha engarzado el rodaje de cuatro películas en menos de un año, siendo este título protagonizado por Ben Affleck y Olga Kurylenko el primero en abrirse paso hasta la gran pantalla.
Embrionariamente, la cinta parte de una experiencia personal del cineasta, su matrimonio con Michèle Morette, con la que estuvo casado entre 1985 y 1998. El alterego del director es Neil (Ben Affleck), un inspector medioambiental, que mantiene una relación con Marina (Olga Kurylenko), una joven madre divorciada a la que conoce durante un viaje a Normadía. Neil es introspectivo y poco comunicativo, mientras que Marina es impulsiva y extrovertida. Pese al amor que se deparan, las necesidades afectivas de ambos, especialmente las de ella, van minando la relación sin posibilidad de redención. En este camino harán su aparición otros personajes como Jane (Rachel McAdams), una amiga de la infancia de Neil con la que éste entabla una relación amorosa en un momento de distanciamiento de la pareja, y el padre Quintana (Javier Bardem), un cura que atraviesa una crisis existencial y que se convierte en el refugio espiritual de Marina.
Ésta, a grandes rasgos, podría ser la sinopsis de la película, sin embargo, como con el resto de la filmografía de Terrence Malick, aquí no podemos hablar de un desarrollo argumental convencional, sino más bien de un fluir de emociones y reflexiones filosóficas acerca del amor que se ilustran de manera poética a través de la preciosista sensibilidad audiovisual del director. Si bien existía un guion de partida, con un mayor desarrollo de personajes y diálogos, muchos de estos fueron desechados en la fase de postproducción donde se cribaron las partes más narrativas para potenciar el tono lírico a través de la conjunción de la imagen, la música y la voz en off.
Como suele ser habitual en él, Malick utiliza la historia particular de sus dos protagonistas para elaborar un discurso más amplio y abstracto sobre la posición del ser humano en el Universo y la ruptura de la armonía existencial provocada por el alejamiento del orden natural en favor de lo artificioso del mundo civilizado. Así, el espacio geográfico juega un papel incluso más importante que los propios protagonistas, regresando el director a las comunidades rurales del Medio Oeste Estadounidese, ya presentes en títulos como “Malas Tierras”, “Días de Cielo” o “El Árbol de la Vida”. Las dificultades de comunicación de Neil y Marina entran en simbiosis con esas tierras contaminadas por la violenta invasión del ser humano, con la crisis de fe del Padre Quintana al enfrentarse al miedo, el odio y la pobreza, o con esa sociedad artificial y saturada de mensajes consumistas que alejan a las personas de lo verdaderamente primordial: el Amor y la Naturaleza. Las fastuosas panorámicas, maravillosamente fotografiadas por Emmanuel Lubezki, nos trasladan una sensación de calma y eternidad, la verdadera vía para trascender la imperfecta realidad y alcanzar la revelación espiritual.
Lo que diferencia a esta cinta de trabajos anteriores es una mayor libertad por parte del cineasta a la hora de rodar. Se aprecia mucha improvisación en el trabajo con los actores e incluso en la planificación. Salvo momentos puntuales, Malick abandona los planos perfectos, los travelings milimetrados y se deja llevar por la espontaneidad del momento. La cámara está en continuo movimiento, acercándose, girando y alejándose de los protagonistas, especialmente Marina, aportando fluidez e inmediatez a la imagen. Esta sensación se incrementa con un montaje a base de cortes abruptos, que a su vez aportan a la película una cadencia onírica, irreal, a pesar de tener una base naturalista a la hora de describir el entorno social en el que se desenvuelven los personajes. En esta ocasión, más que en las anteriores, los actores se convierten en un color más dentro del lienzo que pinta el director. Más allá del respaldo narrativo que pudieran tener los intérpretes para componer sus personajes, lo que trasciende en la pantalla es su capacidad de reaccionar a las indicaciones que les va dando el director dentro del plano. Ahí, el pasado como modelo y bailarina de Olga Kurylenko le permite adaptarse mejor a las características de rodaje de Malick, aunque haya momentos en los que esa extroversión del personaje de Marina resulte representada de manera excesiva y pueda saturar al espectador por su desbordamiento emocional. Lo contrario sucede con Ben Affleck. Si bien como cineasta ha logrado el aplauso de crítica y público, como interprete sigue siendo un artista limitado y el personaje de Neil queda lastrado por las carencias interpretativas del actor, que confunde introspección con inexpresividad. Por su parte, Javier Bardem y Rachel McAdams luchan con unos personajes que han quedado cercenados en la mesa de montaje, al igual que otros que Malick inserta en la imagen sin presentación previa y que vuelven a desaparecer de la misma forma abrupta. Cada uno juega una función concreta y específica en el discurso del director, apareciendo y desapareciendo del flujo narrativo según le interesa a Malick, sin peso específico como personajes. Ese es el caso, por ejemplo, del personaje de Anna, interpretado por Romina Mondello, fugaz amiga de Marina, quien sirve al cineasta para verbalizar el discurso de rebeldía contra un orden social estricto y represivo.
La música juega también un peso importante en la puesta en escena, recurriendo nuevamente Malick a temas preexistentes recurrentes en su filmografía, como por ejemplo el Preludio del primer acto del “Parsifal” de Richard Wagner. En lo referente a la música compuesta ex profeso para la cinta, el cineasta ha recurrido a Hanan Townshend, un músico de menor tradición en el cine, frente a los Ennio Morricone, Hans Zimmer, James Horner o Alexandre Desplat de películas anteriores. Si ya en aquellas el director mostró poco respeto por el trabajo de estos ilustres artistas, recortando, eliminando y cambiando allí donde se le antojaba, no iba a ser menos con Townshend, cuya presencia en pantalla se ve drásticamente reducida en favor de la música preexistente. Por otro lado, el compositor se muestra más neutro y limitado que sus predecesores, ofreciendo una partitura impersonal y apagada, que se presta precisamente a ese corte y pega que requiere la puesta en escena del director.
Es difícil de valorar actualmente la relevancia de una película como “To the Wonder”. De momento lo que podemos ver en ella es una cinta de transición, irregular y excesiva en sus tentativas, preciosista y estimulante en algunos tramos, pero también dispersa y confusa en otros. Será con una visión de conjunto con respecto a los futuros trabajos de Malick que podremos realmente juzgar el valor de este paso evolutivo en su carrera y hasta qué punto los bosquejos planteados aquí realmente conducen a un cambio en su discurso cinematográfico.
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